El atlas de las nubes

Qué vulgar es esa ansia de inmortalidad, que rara, que falsa. Los compositores somos simples escritorzuelos de pinturas rupestres. Escribimos música por la sencilla razón de que el invierno es eterno y porque si no, los lobos y las tormentas de hielo se nos tirarían a la yugular aún más rápido.

Uno de los mejores puntos de partida para una ficción que hable del futuro es la idea que entre nuestro presente y el futuro ficcional hay un desastre global. No ya una tercera guerra mundial, algo peor. Hundimientos del sistema como el ‘El colapso’ o transformaciones en dictaduras genéticas o de castas sociales como en ‘Bodies’ o los clásicos ‘Fahrenheit 451’ o ‘Un mundo feliz’. Apocalipsis nucleares como ‘La carretera’ o ‘Terminator’. Epidemias devastadoras como ‘The walking dead’ o ‘The last of us. De una manera u otra, convertido en algo macabro o en una ley de la selva, el futuro pasa por un trauma del que no se salva nadie. Esta idea parte del momento en que el ser humano crea instrumentos (armas nucleares) capaces de destruir el propio planeta y su existencia, cosa impensable hasta entonces. Pero a la vez, se difunde en un entorno enormemente más proteccionista que en el pasado, cuando una epidemia podía matar un tercio de la población europea o tribus indígenas enteras. Nos gustan porque en ambos lados, escritor y lector, llevan al sujeto al límite. También hay bastante de esto en ‘El atlas de las nubes’, la magnífica novela de David Mitchell, publicada hace veinte años, en los que afortunadamente aún no se han cumplido ninguna de estas apocalípticas ficciones.

En una de sus partes, la del androide coreano, se habla de un mundo dividido en zonas civilizadas controladas por un gobierno corporativo liderado por una especie de Gran Hermano y un exterior inhabitable llamado ‘necrozonas’. Estas necrozonas tienen dos antecedentes históricos. Uno, el de las radiaciones nucleares como Chernobyl o Hiroshima. Otra, anterior y más desconocida, en la primera guerra mundial. En el frente occidental los alemanes empezaron a usar gases tóxicos como arma ofensiva en 1915. Ambos bandos lo siguieron utilizando y perfeccionando el grado de toxicidad del gas, que en 1918 ya era muy elevado. Como el soldado de a pie en ese año ya tenía una máscara antigás bastante competente, el uso ya no era tanto para provocar el pánico en primera línea de las trincheras, sino más táctico. Uno de esos usos era inundar de gas zonas de comunicación en la retaguardia enemiga para crear lo que llamaban ‘zonas de muerte’; sitios por donde era imposible que pasara nada vivo, tanto en una dirección para auxiliar el frente como en otra para retirarse. No hay documentos gráficos de esas ‘zonas de muerte’ pero la idea es terrorífica, una especie de bosque con gas condensado en estalactitas y nubes toxicas flotantes. Un infierno químico. Un logro en la capacidad destructiva del ser humano.

‘El atlas de las nubes’ no es una novela apocalíptica o post holocausto, del tipo que sea. Es una novela sobre el lenguaje o si quieren de una forma más genérica, sobre la literatura. De hecho, son seis novelas cortas cosidas por un hilo conductor, el texto que da origen a otro texto, a través del tiempo. Ese tiempo va desde 1830 hasta un futuro incierto, varios siglos como mínimo después del presente. En las seis nouvelles hay un personaje principal, el narrador escribiendo el texto (diario, carta, guion…) que a su vez refiere al texto anterior de alguna forma más o menos vinculante con lo que está escribiendo. La estructura es muy original y no es necesario desvelar los detalles que el lector ya irá encontrando. Solo añadir que no se trata de un laberinto ni de un juego de muñecas rusas, la novela está escrita como una montaña, con una primera mitad ascendente y una segunda descendente.

La riqueza literaria es enorme, porque además de estar bien escrita, jugar con multitud de registros y tensiones de forma brillante, ‘El atlas de las nubes’ es novela histórica, negra, futurista, satírica, ciberpunk y más. Especialmente brillante es la parte del músico ingles en Bélgica. Sus problemas con el viejo maestro ya incapaz de crear sin la ayuda del protagonista, pero reacio a compartir la cuota de autoría son otro hilo que también va recorriendo los tiempos de la novela; el lugar del discurso subterráneo frente a lo que acaba llegando como registro histórico oficial.

En general, ‘El atlas de las nubes’ es una novela necesaria para reconciliarse con la literatura. De las de disfrutar de la primera a la última página. Ajena absolutamente a modas y a pantanos auto ficcionales, a egos desmesurados de escritores que en el futuro nadie recordará. Esto es literatura, no la suya. Porque como decía Casavella, la principal arma de un escritor ha de ser la imaginación, no su vida. Y porque la literatura, como el arte en general, siempre habla de sí misma. De nada más.

Deja un comentario