A veces, lo mejor es el silencio. Descender otra vez a las catacumbas del DF y rezar en silencio
Yo he visto a los viscerealistas. Vinieron a Barcelona hace unos años, convocados a un acto en la Casa América que presentaba Ignacio Echevarría. Faltaban los muertos, claro. Entre ellos Arturo Belano (Roberto Bolaño) y Ulises Lima (Mario Santiago). Estaban sentados en el escenario, una fila de señores mayores, que Echevarría iba presentando y explicando a quien correspondían en la novela. Recuerdo a Felipe Müller (Bruno Montané), repantingado en una esquina, hablando sobre la novela. A Piel Divina, que me pareció un tipo muy normal, poco adecuado para su sobrenombre. Al final del acto, como la mayoría tenían una dedicación artística, alguno hizo una lectura poética y otro escenificó una especie de performance vocal. En conjunto, fue bonito como homenaje a Bolaño y a la vez tuvo algo místico, como si los personajes de tu cuadro preferido de repente cobran vida y salen del cuadro, pero de otra manera, diferentes a como los han pintado.
Los viscerealistas, o realistas viscerales, de ‘Los detectives salvajes’, existieron, pero como los infrarrealistas, y también eran famosos básicamente por reventar actos de Octavio Paz, su némesis, cuyas conferencias se animaban cuando algún organizador alertaba ‘¡que vienen los infras!’. Un joven Bolaño, que había llegado a México desde Chile en el 68, formaba parte de ellos. Ahí alimentó su voluntad poética la década siguiente, entre viajes reales o ficcionales por el continente, hasta su traslado a España en el 77. ‘Los detectives salvajes’ es en parte la novela de esos años, de la juventud de Bolaño en el México de los setenta. Es eso y muchísimas cosas más. Es, para empezar, la mejor novela de Roberto Bolaño. Hay quien prefiere ‘2666’, pero simplemente su carácter de inacabada, aunque leve, la pone un escalón por debajo de ‘Los detectives salvajes’. También puede verse la continuidad entre ambas, o incluso a ‘2666’ como la segunda (o tercera) de las novelas-rio de Bolaño, también con México como el epicentro geográfico de su literatura.
‘Los detectives salvajes’ es también la novela inaugural del ‘fenómeno Bolaño’. Hasta entonces, Roberto Bolaño era un escritor prácticamente desconocido, que después de vagar por los extrarradios literarios, de rechazo en rechazo, consigue publicar su debut con Seix Barral (‘La literatura nazi en América’, 1995) y tras una de las peores decisiones de Pere Gimferrer en su vida laboral (1), su continuación, ‘Estrella distante’, 1996, en Anagrama, editorial que se llevó la gloria y las ventas de Bolaño hasta su sonado pase postmortem a Alfaguara. El bombazo llega en el 98 con ‘Los detectives salvajes’. Su muerte en 2003, con apenas 50 años, lo convierte en un mito y un escritor de culto, del que, independientemente de las preferencias de cada uno, quedan los pilares del edificio que forman las cinco novelas (las ya citadas más ‘Nocturno de Chile’, todas obras maestras) que publicó en apenas ocho años.
Hoy Bolaño es ya un clásico de la literatura contemporánea. Se siguen publicando sus viejos borradores como si fueran novelas nuevas, la viuda (como con Borges) demanda a alguien de vez en cuando, y las universidades de aquí y de allá se llenan de tesis sobre, con o acerca de Bolaño. Periódicamente se filtra la noticia de una gran biografía aún por publicar. Lo de siempre. Pero queda la literatura, y el tamaño literario de una novela como ‘Los detectives salvajes’ crece más y más con el tiempo.
Leer es releer. Y muy pocas novelas mejoran tanto con la relectura como ocurre en este caso. ‘Los detectives salvajes’ tiene las tres condiciones necesarias para ello. Tiene una altísima calidad técnica y estética. Bolaño, que siempre se consideró a si mismo poeta, puede alcanzar momentos de una lírica brutal, como la escena de la pérdida de la virginidad de García Madero o la visión del Impala de Quim Forn. Tiene complejidad técnica, algo que tirará atrás al lector de solapa pero que atrapará al que busque literatura con mayúsculas. Si en ‘2666’ la versión de novela-rio va en la dirección de la confluencia y distancia entre las cinco novelas que la componen, aquí es el planteamiento (que muchos ven como un homenaje a ‘Rayuela’ y yo no tanto), basado en una novela que abre y cierra el libro, la historia de García Madero narrada en primera persona, y una segunda novela que triplica en tamaño a la primera, intercalada en la historia de García Madero, en la que se explica el devenir los siguientes veinte años de los detectives, Belano y Lima, a partir de narraciones fragmentarias en voz de personajes secundarios, como si fuera un documental. Tiene, finalmente, multitud de lecturas. Puede leerse como un thriller, y buena parte de su mérito reside en la capacidad de Bolaño para poner en tensión al lector con la base de unos locos que buscan a una poeta desaparecida cuya obra publicada se reduce a un poema visual. Puede leerse como una personalísima historia de la literatura contemporánea, o de la experiencia literaria, del propio Bolaño o de un estereotipo de personaje cercano a él, algo así como el joven del siglo XX que decide ser poeta y formar parte de la vanguardia. La que sea, en este caso literaria, pero por analogía podría ser la política o la filosófica, por citar algunas.
Los tecnófilos, los sacerdotes de la literatura ensimismada o los aspirantes a escritor que nunca lograrán mirar a los ojos a Bolaño, dirán que Bolaño es un cuentacuentos, que recurre a tropos literarios ‘de juventud’ o simplemente que no inventa nada. Esto último es cierto. Como Bowie, no descubre nada, pero se empapa de todo lo bueno y lo destila para crear algo propio, algo original. Intentar copiar a Bolaño genera artefactos ridículos, porque son muy Bolaño. Han de pasar décadas para que salga alguien capaz de hacer con él lo que con Faulkner hicieron Onetti o Saer. Ahora solo salen Bendichos. Cuando le preguntaban al propio Bolaño sobre los grandes nombres de la literatura, contestaba que era obvio que le habían influenciado Borges o Cortázar. Faltaría más. Añado uno que nunca sale, el mexicano Jorge Ibargüengoitia. La voz de García Madero tiene mucho en común con la de El Negro de ‘Dos crímenes’, uno de los mejores personajes de Ibargüengoitia.
El listado de simbolismos, analogías y metáforas de una obra así es enorme, interminable, pues el propio Bolaño juega a la contradicción, a mostrar y ocultar a la vez sus ‘ciruelas’ nabokovianas. Una de ellas la desvelaba al principio, con la presentación de los infras supervivientes en ese acto de la Casa América. Otras, por ejemplo, son la identidad de los escritores que Bolaño parodia en el capítulo de la feria del libro de Madrid, donde se adivinan fotografías retorcidas de Juan Manuel de Prada o Muñoz Molina, entre otros. O el retrato lleno de cariño de Reinado Arenas y el poeta peruano que no sé identificar. En definitiva, ‘Los detectives salvajes’ es una novela para entusiasmarse. Para contagiarse del entusiasmo por la literatura y por la vida de su autor, de sus personajes, y de sus frases. Una celebración. En casos similares, siempre hay quien comenta ‘¡quien pudiera volver a la emoción de volver a leer por primera vez…!’ Aquí, en cambio, hay que pensar, una vez cerrado el libro, en todo lo que nos va a deparar de nuevo, dentro de dos o tres años, la siguiente lectura de la novela. Todo lo que nos queda por aprender.
1.La excusa oficial del rechazo de Seix Barral a ‘Estrella distante’ fue, en palabras del propio Gimferrer, que ‘era una novela demasiado chilena’. Me inclino más a pensar que el fracaso de ventas (previsible) de ‘La literatura nazi en América’, seguido de una novela que, más que un spin off, era un capítulo extendido a novela llevó a pensar a Gimferrer que no colaba semejante patillada. Herralde compró confiando en las futuras novelas de Bolaño y el tiempo le volvió a demostrar su instinto, inigualable en el mundillo literario.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Barcelona, 1998, Anagrama