Elevación, elegancia y entusiasmo

‘Cuando uno cuenta una historia y sabe hacerlo, necesita volver a delimitar fronteras, levantar planos y volver a nombrar, sobre todo, nombrar para que una ficción nueva, más rigurosa, compita con esa otra ficción laxa y llena de espinas que desde siempre el poder y la desidia hacen pasar por verdad, la novela contra la estafa’ (1)

La muerte de Francisco Casavella en diciembre de 2008 cerró los proyectos de libros que tenía entre manos; una novela, la continuación de la historia de Fernando Atienza, el protagonista de ‘El día del Watusi’, y dos ensayos, uno sobre música y religión y otro sobre literatura y paranoia (2). Afortunadamente, los herederos de Casavella no han ejercido el modelo Bolaño de expolio y saqueo del archivo del autor. Tampoco las cifras de las ofertas, si las ha habido, se han debido mover en los números de lo que han pagado por las de Bolaño. Lo cierto es que las ediciones post mortem del genial escritor barcelonés han sido discretas, incluso ausentes, hasta la reedición de ‘El día del Watusi’ en Anagrama (2015). Le siguió ‘El triunfo’, ya replicada en 1997 por la misma editorial, y ‘El secreto de las fiestas’. Si a ello le sumamos la publicación original también en 1997 de ‘Un enano español se suicida en Las Vegas’, tenemos la tetralogía de las grandes novelas de Casavella, aunque la presente editora de Anagrama defienda ‘Lo que sé de los vampiros’ a capa y espada, pero no la reedite. A ‘Quédate’, la pobre, no la defiende nadie. Solo el propio Casavella, que decía quererla igual ‘como a un hijo tonto’.

En 2009, pocos meses después del deceso, se publicó la compilación de una extensa selección de los artículos que Casavella había ido publicando prácticamente desde sus inicios, antes incluso de su debut en 1990. Aunque visto fuera de contexto pueda parecer oportunista, la compilación que Casavella tituló ‘Elevación, elegancia y entusiasmo’ si que merece figurar entre sus obras mayores. Primero, porque el propio Casavella participó y aprobó  su edición y segundo porque no es para nada una obra menor, ni en género ni en calidad literaria. Son casi mil páginas, con aproximadamente un tercio dedicadas exclusivamente a la crítica literaria y en las que Casavella demuestra repetidamente estar muy por encima de la inmensa mayoría de sus colegas, ya entonces y ahora ni digamos. El lector que acceda a esta obra encontrará multitud de referentes en los que escoger sus preferidos. Desde resúmenes magistrales sobre teoría de la novela, disecciones de bastantes de los grandes autores contemporáneos, críticas devastadoras como la que le dedica a ‘El código da Vinci’ o pequeñas obras maestras del sarcasmo como el articulo sobre Abba.

Pero sobre todo y fundamentalmente, cuando Casavella ejerce de crítico literario habla de LIBROS. Puede parecer una obviedad, pero no. Hay una extensa tendencia entre aquellos (normalmente también escritores) articulistas de suplemento literario a convertir sus escritos en reflexiones egocéntricas sobre ‘mi vida de escritor’, lo mucho que sufren y las variadas penas que su dedicación a la literatura les conlleva. Una obsesión por la sociología literaria que convierte el conjunto en una versión ‘de luxe’ de las revistas del corazón. Cada vez que leo otro columnista malgastando su espacio en explicar la vida de pareja del escritor, lo mal pagados que están, lo cansino que les resulta que les pregunten siempre lo mismo en las entrevistas, etc… no puedo entender que, teniendo el tema más amplio del mundo, que es la propia historia de la literatura, y considerando que, como escritores con obra publicada, debe resultarles de cierto interés, se dediquen a hablar de su vida. Bueno, sí. Porque tienen un ego que no pasa por la puerta. Aún así, si tanto les preocupa el dinero y la fama, que acaba siendo el tema del 80% de lo que escriben, lo incomprensible es que hayan dedicado sus vidas y esfuerzos (que no talentos) a la literatura. Les hubiera resultado mucho más práctico intentar ser cantantes o influencers.

No era el caso de Casavella, que apenas habla de sí mismo y su circunstancia para dedicarse de lleno a lo que le gusta; la literatura, todos aquellos libros y autores que ha disfrutado y que le han influido. Y aquí si que podemos sacar una buena foto de conjunto del canon casavelliano. Básicamente, los grandes escritores americanos de la segunda mitad del XX: Saul Bellow (el primero), Norman Mailer, Cynthia Ozick, Philip Roth, Cormac McCarthy, Raymond Carver. Los anglosajones, a continuación, J.M Coetzee, Hanif Kureishi; John Fowles, entre otros. Muy pocos españoles; Francisco García Hortelano, Juan Marsé y poco más.

Casavella escribe un artículo sobre Carver, ‘Antología del ángel’, publicado a raíz de otra de las obras post mortem del americano, en la que rascaban sus últimos textos publicables. Propone sobrepasar el tópico carveriano: dirty realism, el desastre del sujeto de clase media americana y ‘Catedral’ como obra cumbre. Casavella se fija en un cuento sobre la muerte de Chejov, ‘Tres rosas amarillas’ y lo centra en lo simbólico, en este caso la botella de champaña de la que teóricamente Chejov bebió su última copa

‘… el símbolo que para Carver era la etérea matriz de todo relato breve: el mundo volviéndose humo. Aprehender lo inaprensible

No tengo ninguna duda sobre la maestría en el relato breve de Carver (3), muy por encima de otros referentes del cuento americano contemporáneo como John Cheever o Lucia Berlin. Y todos identificaremos la raíz de su versión del realismo, con los adjetivos que sean, en la mucho más extensa obra de Chejov. También en Chejov el simbolismo es muy presente, sobre todo en el último Chejov, el que más le gustaba a Nabokov, que escogía para comentar en sus clases ‘La dama del perrito’ o ‘El pabellón nº 6’. Pero lo que hace único a Carver es por un lado lo efectivo que resulta con una muy reducida economía de medios. La prosa de Carver es tremendamente sintética, esquelética. El narrador apenas existe, y los personajes parecen sacados de películas de Aki Kaürismaki. Esto le permite centrar el cuento en dos claves, la verbal o un recurso que distorsiona el medio y la dramática, habitualmente el fracaso de la comunicación entre los propios personajes. Ejemplos magníficos de esta lógica carveriana pueden ser ‘Gordo’ o ‘Parece una tontería’. Y después la frialdad, claro. Con o sin violencia, la gélida lógica interpersonal del mundo que le rodea.

Otra de las reseñas que Casavella aprovecha para hablar tanto del libro como del tema, común a lo que ha leído y a sus obras, es ‘Detener el tiempo’, sobre un libro que publicó Anagrama hace bastante, ‘Como detener el tiempo. La heroína de la A a la Z’, de Ann Marlowe. El libro son las interesantes memorias de la autora, asociadas a su experiencia y adicción a la heroína en un contexto de ‘los años del grunge’ en el Nueva York de los noventa. Además de servir para el título de una de las mejores canciones de Nacho Vegas, se aleja del tópico de la literatura yonki. De hecho, en una entrevista promocional la autora explicaba que dejó definitivamente la heroína cuando se enamoró de su pareja, a lo que el periodista le preguntó si había cambiado la droga por el amor: ‘No. Obsesión por obsesión.’. Casavella destaca dos cosas; una, que por muy analizada que resulta la experiencia de Marlowe, la ausencia del desastre que comporta la adicción se le acaba antojando como una cana al aire de la autora. La otra es una reflexión más global sobre las drogas y el adicto

Por muy intima que haya sido la relación con la sustancia, si se puede hablar en esos términos, cualquier droga es una mera substancia que se ‘encarnará’ en la psicología del consumidor y en el medio en el que este desarrollará su adicción. Como siempre, los equivalentes espirituales que consoliden la vida de una persona sobre la fortísima presencia de la droga serán los que hagan de su experiencia un alivio, una evasión, una pesadilla, una ruina o una condena a muerte’.

1.’La Barcelona de Marsé’, p.274. Con esto tendría que bastar para zanjar películas sobre el Marsé mestizo, españolista, o cualquier adjetivo que se les ocurra a los aburridos de turno.

2.’La letra de la bestia’, p.261. Ejemplo de como ha de ser un prólogo, publicado originalmente como tal en una edición de ‘Abbadon el exterminador’ en una colección de clásicos de bolsillo del diario ‘El mundo’

3.No para todos. Harold Bloom escribía que ‘quizás, entre todos, lo hemos sobrevalorado’ (a Carver)

Francisco Casavella, ‘Elevación, elegancia y entusiasmo’, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009

El secreto de las fiestas

Y Chenta decía:

-Vamos al Tibidabo, vamos al Puerto, vamos al Boira, vamos al Mudanzas, vamos al Mágic, vamos al Lipstick, vamos al Chocolate, vamos al parque de atracciones, vamos a patinar sobre hielo, vamos al Lola, vamos a la Barceloneta, vamos al Bobby’s, vamos, vamos, vamos, …

Y así fui descubriendo MI ciudad. Creyendo que era mía, vamos, pobre de mí.

La moda de las chapas de coche. Debería ser sobre el 88, más o menos. Fue exactamente como lo explica la novela.  Alguien apareció un día con una chapa de coche arrancada, las del logo frontal o trasero. Igual que el día en que alguien apareció con una revista porno y cundió el entusiasmo como un líquido inflamable. Poco después, media clase se dedicaba a la exhibición y negocio del mercado de chapas. Cuanto más caro y exclusivo fuera el coche, más valor tenía. Una tarde volvía por Lesseps y me crucé con uno del A con el que apenas había hablado nunca enfundado en un chubasquero (llovía a mares) que me enseñó el destornillador que guardaba en la manga y la cosecha de chapas de la tarde. Se sentaba en el capó disimuladamente y bajando el brazo… Yo asentía. Un par de tipos se cruzaron mirándole con cara de ‘si te pillo haciendo eso en mi coche…’. Como Daniel Basanta, ni me lo plantee. ¿Para qué quería yo chapas de coche, si en mi casa lo máximo que conducíamos era el carro de la compra?

Las novelas de Casavella, como las de Marsé, tienen un valor sentimental añadido; me pillan cerca. En todas hay algo como lo de las chapas, algo por donde también he pasado. Un cruce, una moda, una manera de pensar. Un lugar común que dentro de la ficción genera un espacio en el que ambos, novela y yo, hemos vivido. La respuesta obvia es ‘Barcelona’, pero la Barcelona de Marsé no es la Barcelona de Casavella, ni la mía. Ni la que está bajo mis pies y los del millón y medio restante. Es otra cosa. Es literatura.

‘El secreto de las fiestas’ son dos novelas. Casavella publica la primera en 1997, en la colección de literatura juvenil de Anaya ‘Espacio abierto’. En 2006, publica una nueva versión en Mondadori, reescrita de arriba abajo. No algunos detalles, como en la reedición en un solo volumen en 2008 de ‘El día del Watusi’. La segunda versión de ‘El día de las fiestas’ conserva el tema y la estructura de capítulos. En el resto, hay cambios y reescritura prácticamente en cada página. El argumento se mantiene: Daniel Basanta llega a Barcelona de su aldea gallega, ya adolescente, para vivir con un padre al que apenas ha visto y socializarse a lo bestia. Hay alguna reseña que habla (como no) de Holden Cauldfield. Casavella era lector de Salinger, pero como a mí, le interesaba mucho más los escritos posteriores que ‘El guardián entre el centeno’. Aquí lo que hay es el argumento clásico a lo Balzac, del pueblerino ingenuo lanzado a la gran ciudad, aunque en versión teenager. En vez de hacerse periodista y frecuentar salones, va al instituto y frecuenta maquinas del millón. Por ahí irá pasando por los lugares comunes de una adolescencia muy reconocible. Los compañeros de clase, las primeras salidas, los primeros intentos de ligar. Ostias de todo tipo, reales y metafóricas. Montañas rusas emocionales. Música. Risas y lágrimas. Nada que no sepamos. Pero como es habitual en Casavella, divertido y tremendamente bien escrito.

Si los gestores que deciden las lecturas obligatorias de la secundaria de ahora tuvieran un mínimo de sentido común e interés por la literatura, ‘El secreto de las fiestas’ seria una de ellas. A mí me tocó apechugar con unos clásicos de los que no entendí ni un diez por ciento y los bodrios de Gemma Lienas. Por suerte, tenia la biblioteca pública al lado de casa. Ahora lo tienen mucho peor porque tienen infinidad de opciones antes que abrir un libro, y cuando tienen que abrirlo, a nadie se le ha ocurrido ofrecer una novela bien escrita y que pueda interesarles. Creo que algo de eso había en la intención de Casavella, escribir el libro que a él le habría gustado leer en el instituto. Y, de paso, si acababa siendo el nuevo ‘Zoo d’en Pitus’, arreglarle la vida.

Pasó lo que tenia que pasar, que la novela la leyeron sus fans, mayoritariamente adultos, y como él dice en el epilogo de la segunda versión, es la novela que más le reconocen sus amigos de siempre. Además

Solo acabar la novela, supe que la historia, dentro de sus límites, aún poseía capacidad para que la egocéntrica voz adolescente de Daniel Basanta, a veces ágil, muchas veces torpe, siempre vulnerable y lacerante a su pesar, como la edad misma que representa y los futuros que intuye, se desarrollara con mayor fuerza para dotar de hondura y relieve a trama, acción y personajes’ (p. 203)

Leer las dos en orden cronológico es un curso acelerado y valiosísimo de como reescribir una novela. Conservando el armazón, por dentro Casavella lo remueve todo, y esa hondura y relieve se transforma en diferencias mayores entre la primera y la segunda. Uno de los lugares comunes de Casavella es el mito local; Watusi, Chester Winchester,… Aquí también va en el título, el Secreto de las Fiestas que le insinúa el abuelo gallego a Daniel. En la versión del 2006, hay una escena donde el padre le dice que el también ha pasado por ahí (‘¿Tu abuelo te contó el Misterio de las Juergas, a que sí?’), que esa fe en que la vida auténtica tiene una clave secreta descifrable es una ilusión adolescente. Lo que no le dice es que ahí está la clave, en nuestra necesidad de ilusiones (que no autoengaños) para no suicidarnos antes de los treinta de pura amargura.

La escena de la paliza con la bolsa en la cabeza también es un añadido. Los malos no se someten al héroe, lo siguen odiando y se vengan en cuanto este baja la guardia. Otra advertencia. Otro añadido son unas páginas a principio del capitulo 12 sobre literatura juvenil de la época, dos novelas hoy completamente olvidadas, pero de muchísima fama en la adolescencia del autor, ya no en la mía: ‘El diario de Daniel’ y ‘Pregúntale a Alicia’, esta ultima una infumable moralina anti drogas con un texto en formato diario adolescente que no pasaría un examen de primero de carrera.

Más cambios. La primera novela la abre un prólogo de Casavella, que explica, más bien se cachondea, del topiquísimo argumento del diario del protagonista encontrado en el fondo de un baúl. La segunda, sin prologo, se cierra con el epílogo antes nombrado. El propio Casavella desaparece como personaje (muy secundario) de la primera versión a la segunda. Resumiendo, la primera novela la escribe un adolescente, la segunda un adolescente que ha dejado de serlo hace bastantes años. Como en la cita inicial, el primer narrador descubre su ciudad. El segundo la ilusión de creérsela suya. Las dos son geniales. Una de las novelas mayores de Casavella.

Francisco Casavella , El secreto de las fiestas, Barcelona, 1997, Barcelona, Anaya

Francisco Casavella, El secreto de las fiestas, Barcelona, 2006, Random House Mondadori

El triunfo

‘Había que escapar y correr. No servía la coartada política, ni el arranque folclórico de algunos compañeros de colegio empeñados en colgarse capazo (…) Había algo más arriba de Gran Vía. Lo que entonces no podía concebir, por arrogante, es que al barrio se acaba siempre por volver’ (1)

Casavella escribió ‘El triunfo’ en la mili. Pidiendo todas las guardias nocturnas que podía para escribir tranquilo. Antes había escrito otra novela (2) que fue rechazada y en una editorial le dijeron ‘es que no sale ni un muerto’. En esta tendrían muertos a punta pala. La publica en la desaparecida editorial Versal y gana el premio Tigre Juan de 1991. Buenas críticas, un contrato para escribir la siguiente. Aún no tenía los treinta.

‘El triunfo’ es la historia de las luchas internas y externas de un barrio de la Barcelona de finales de los setenta y principios de los ochenta, ‘El Barrio’. Palito, uno de los tres rumberos oficiales del lugar va desgranando la batalla por el control de la mafia local entre el clan de ex legionarios instalados desde el franquismo y las nuevas mafias africanas que llegan para adueñarse la zona. En medio, otro outsider, el Nen, busca vengarse de la muerte de su padre.

Rumba, vicio, sordidez y violencia. Todo el mundo la identificó y alabó como una contracrónica de la degeneración del Raval barcelonés, el Chino, en la primera década de la restauración democrática. Aunque podía haber sido otro barrio del extrarradio, y de hecho la adaptación al cine llevó la historia a la Barceloneta. Pero aquello, el ambiente, olía al Chino. Referencias concretas, solo una; ‘Caminaba yo un día por la calle Robadors…’ (p. 25) y Casavella decía que ojalá no la hubiera puesto. Todo encajaba demasiado fácil y se sucedían los artículos que exponían la novela como una prueba más de la gentifricación postmoderna que estaba desnaturalizando la ciudad. Casavella siempre se distanció de las lecturas sociológicas de sus novelas; para él, ‘El triunfo’ era postmoderna, pero porque se había dedicado a reciclar todas las escenas que le gustaban de sus películas preferidas.

No he sabido localizar ninguna, aunque seguro que la escena inicial del parking o la matanza de la boda estarán en alguna de sus filmografías empapadas en los cines de barrio de la zona con sesiones dobles o triples que incluían ‘Voy, lo mato y vuelvo’ (‘Vado, l’amazzo e torno’ – Castellari, 1967) o ‘Abre tu fosa, amigo, llega Sabata’ (Bosch, 1971) (3). Sea lo que sea, ‘El triunfo’ es una novela deslumbrante y más aún para ser la primera novela de un escritor tan joven. No porque no se pueda escribir una gran novela a esa edad, sino por el tipo de novela que es. Casavella ya domina las claves del género, las estructuras de la novela negra en versión realista o una versión urbana y local de lo que en la América profunda sería el country noir. Comparando autores claves de ese género como Woodrell o Pollock, no hay tanta diferencia con lo que Casavella hace aquí. Una si. El sentido del humor. Como decía en el Watusi, la vida puede ser trágica, terrible, pero no es seria. No me imagino a un personaje de Woodrell diciendo que tal o cual ‘Le había dado al agustín antes que a la maizena, fijo, y al whisky-import antes que al arroz con leche’ (p. 16).

Además del talento para la narratividad que nunca le escatimaron ni los críticos oficialistas, aparecen otras virtudes casavellistas que repetirán en las siguientes, hasta en las menos logradas. El oído para el dialogo, la capacidad de transformar la anécdota o la conversación de barra en un dialogo y una escena fluida, y lo que Vila San-Juan llama ‘poderoso marco ambiental’, y que no es otra cosa que convertir el entorno (el barrio, la ciudad) en un protagonista paralelo de la novela, tema que alcanzará su zenit con ‘El día del Watusi’ y Barcelona.  En ‘El triunfo’ aun es el barrio, donde se habla un castellano cheli-quinqui- tardosetentero (el queo, chinorri, la plas, abucharar, lumi, jeró, maco…) que integra con naturalidad en el discurso de la novela. No tanto el tono trascendente del contrapunto de los interceptos del Ghandi, que aún le quedan verdes. Y el Barrio. El marco físico y mental de unos personajes que al principio se ven atrapados en una dinámica de ingenua esperanza de éxito y servidumbre al poder, pero que al final, por carecer de nada más, se atan a esas calles, aunque esas calles cambien y los dejen a ellos atrás.

La calle, la música (aquí la rumba) y el héroe marginal mítico son elementos que Casavella ira reproduciendo y ampliando en novelas posteriores, pero que ya están aquí, como el cuerpo flotando en el puerto que anuncia el inicio del Watusi. Pero ‘El triunfo’, entre muerto y muerto, tiene la estructura de una tragedia clásica, con Hamlet en primer plano. El hijo despechado y que dan por loco, tramando la venganza contra el asesino de su padre y acusando de pasividad y convivencia a la madre. Y los rumberos, el trio protagonista del Palito, el Tostao y el Topo, haciendo de coro griego, cantando lo que los protagonistas no quieren oir.

El tema histórico que atraviesa la novela es el de la sustitución de una mafia por otra, la que ha controlado una zona durante muchos años solo a base de cojones y convivencia con los ganadores de la guerra civil, por la extranjera y organizada de forma moderna. Lo que explica la novela se basa en algo histórico, y es cierto que a principios de los ochenta, y derivado de la extensión del lucrativo negocio de la heroína y sus fuentes de abastecimiento, en el Raval hubo una sustitución de las mafias locales, de blancos y gitanos, por una nueva mafia de cuadros árabes y menudeo subsahariano, y que dicha pugna por ese mercado se llevó alguno de los implicados por delante. Alguno, no las decenas que aparecen en la novela.

Al inicio de la novela, tenemos un barrio-mundo casi medieval. De ahí que Hamlet pegue tan bien. Los rumberos son los bardos, los bufones de la corte que cantan para distraer a los cortesanos. Aunque son conscientes de su función, tienen un lugar en la corte, y el pueblo llano les respeta por eso. Cuando se hunde, su rol se agota también, y se quedan sólo en bufones

Cuando salíamos nos encontrábamos a la misma basca que antes, al cruzarse con el Tostao, con el Topo o conmigo, abrían la boquita y decían: Pasa, Palito ¡cuánto bueno!, o ¡ese Palito potente, genial rumbero! Y digo yo que la cerrarían dos pasitos más para allá. Y ahora, con la misma boquita y la misma risita decían ¡Pasa, cabroncete! Qué, ¿a comprarle un Bony a la vieja? Y lo peor de todo es que yo decía: Pues si, por lo que pudiera pasar, y muriéndome de coraje por dentro me reía y seguía. (p. 145)

El tema del reemplazo mafioso es un clásico de la novela negra, desde ‘El padrino’ hasta Bunker, cuando por ejemplo en ‘Dog eat dog’ el protagonista sale de la cárcel y conduciendo por Los Ángeles va viendo como las pandillas dominan la calle y han sustituido la antigua ética delincuente por la ley de la selva. Según él. Este remplazo generacional siempre va acompañado de una nostalgia de ese poso pseudoético. Como en ‘Una educación siberiana’, la mafia clásica tiene unas reglas, una moral, que respeta y que normalmente incluye unos límites al delito y una protección del más débil por parte de la propia estructura mafiosa. Todo esto se hunde con la llegada de una mafia foránea y sin respeto por las normas del lugar, que adaptan a sus propias normas. Los destronados siempre acaban apelando a ‘los buenos viejos tiempos’. En todas partes.  

1: F. Casavella ‘No es lo que construyen, sino lo que derriban’, Ajoblanco nº 29, diciembre de 1990

2: ¿Qué novela? ¿Saldrá algún día a la luz? ¿Hay algún Casavellologo en la sala?

3: Citadas también en Id, Ajoblanco nº 29.

Francisco Casavella, El triunfo, Barcelona, 2017, Anagrama

El día del Watusi (2019)

‘El Idioma Imposible era la negación del vulgar dialecto de la vida, añadir más música a la música: invención, una sombra más verdadera que la luz’

‘¿Has leído a Nietzsche? ¿No? Bueno, ahora ya no hay tiempo. Ya lo leerás…’. (Guillermo Ballesta)

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En la escena final de ‘La ciudad de los prodigios’, el protagonista, Onofre Bouvila, el hijo de un fracasado que ha ido ascendiendo en la escala social barcelonesa de finales del XIX y principios del XX gracias a su intuición, desaparece de la ciudad en un primerizo helicóptero, mar adentro, mientras sus conciudadanos miran embobados desde tierra. Es la Barcelona de la Feria Internacional de 1929, la ciudad de provincias europea que aspira a ser una cuarta o quinta Paris. El sueño se hunde en 1936, cuando llega la guerra y acaba como acaba.

Sesenta y seis años después de la salida hacia el horizonte del trepa Bouvila, otro helicóptero aparece desde el mar y vuelve a aterrizar en Collserola. Dentro, otro trepa, Javier del Pistacho. Abajo lo esperan una nueva corte de los milagros. Niños huérfanos, teóricos amigos empresarios, azafatas, matones, figurantes de parque de atracciones y un convocado no se sabe bien a qué, Fernando Atienza. La diferencia con la escena de 1929 es que el paripé es mucho mayor. El del helicóptero no es el empresario trepa, que está en la cárcel, ni los niños son huérfanos de verdad, ni los regalos que trae son más que cajas envueltas vacías. La historia es la misma, pero la farsa ha ganado en detalles y complejidad. ¿Has leído a Nietzsche?   

Lo que sigue a esa escena son las mil cien páginas de ‘El día del Watusi’ (a partir de aquí, el Watusi), la gran novela de Francisco Casavella. Publicada inicialmente como tres volúmenes independientes (‘Los juegos feroces’, ‘Viento y joyas’ y ‘El idioma imposible’) por Mondadori entre 2002 – 2003, se reeditó ya como un único volumen en Destino en 2008, poco antes de la muerte de su autor y fue reeditada por Anagrama hace unos años. Casavella publicó seis novelas. Cuatro excelentes y dos flojas. De las cuatro, quizás alguna sea más redonda que el Watusi. Cada cual tendrá su preferida por este o aquel motivo. Pero la literatura de Casavella es el Watusi. No puede entenderse el conjunto sin esta novela. El Watusi es la catedral, las otras son iglesias.

El Watusi está escrita en flashback y en primera persona. El día del no-encuentro con el empresario encarcelado, al protagonista le encargan un informe sobre otro personaje del que todo el mundo habla, pero nadie sabe quién es y donde está, un tal José Felipe Neyra. En la escritura de dicho informe, Fernando Atienza empieza por explicar su vida a partir de ‘El día del Watusi’, el 15 de agosto de 1971. La primera novela, ‘Los juegos feroces’, es la historia de ese día. Fernando tiene 13 años y se ve implicado en un asesinato y en la búsqueda desbocada del fantasma del Watusi, el presunto asesino, por toda Barcelona. Fue la novela que más vendió y la que tuvo mejores críticas. Tenía que funcionar como gancho de lo que vendría después; rápida, limítrofe, marginal e iniciática.  Una novela de aventuras a lo Mark Twain, con otros Tom Sawyer y Huckelberry Finn corriendo de lio en lio.

‘Los juegos feroces’ es la cara A del disco. Pero lo realmente interesante siempre viene en la cara B. La segunda parte, ‘Viento y joyas’, pasa cuatro años después del día del Watusi. Un Fernando adolescente entra de botones en un banco (oficio que desempeñó Casavella en la vida real) y acaba metido en la creación de un partido político cuyo único fin es el reciclaje político de sus jefes. Ya he escrito sobre la que, para mí, es la parte más interesante del Watusi y una novela espectacular de historia y política ficción muy poco ficcional. Como dice otro personaje en la tercera parte, ‘Política y ficción son sinónimos, Fernando’.

El cierre de la trilogía es ‘El idioma imposible’. Es la más extensa en el tiempo, abarca casi los veinte años que van del final de ‘Viento y joyas’ hasta el presente de la novela, en 1995. Es la más especial de las tres. Es la más autobiográfica, pues aquí sí que se adivina al joven y no tan joven Casavella siguiendo los bares y las fiestas por los que queman las noches Elsa y Fernando. ‘El idioma imposible’ es una novela de curvas, de rincones, lucidos y oscuros. Del amor que aparece y desaparece. De la juventud, de la vida, la música y las múltiples borracheras que se ofrecen. Es también la novela que ha de cerrar el círculo, y solo por eso, por la maestría en cuadrar todas las tramas abiertas en las dos partes anteriores, ya merece un lugar en el Olimpo de las novelas.          

El Watusi es una novela muy mal criticada. No porque las reseñas sean especialmente sangrantes, tampoco brillantes. El análisis que se hace de la novela ha sido muy pobre para todo lo que lleva dentro, lo que me lleva a pensar que se ha leído poco y mal, aunque se haya vendido bastante bien para lo que es una novela de exigencia considerable.

Básicamente, la crítica del Watusi se ha hecho en tres direcciones, dos a favor y una en contra. Una línea experiencial en la que lo resaltable es no ya la experiencia personal de la lectura del Watusi, sino la del contacto con el propio Casavella, experiencia magnificada por el martirologio postmortem. Esto conduce a debates inútiles entre aspirantes a herederos de la calidad literaria del autor, como si dicha calidad pudiera traspasarse de mano en mano. La otra crítica favorable resalta el componente mítico del Watusi, que lo hay y es importante no solo en esta, sino en todas las novelas de Casavella. Pero Casavella no era un autor de ciencia ficción, y el Watusi no es Star Wars. Está muy bien crear un mundo, o más bien anexionar un mundo propio a la novela, en la que el personaje Watusi es un reflejo de los mitos, filias o fobias del lector. Pero limitarla a eso, a una fábula mítica en la que el protagonista persigue una sombra cultural, es quedarse en un nivel muy primerizo de la novela, más concretamente, el primero. El del primer libro, centrado en parte en la búsqueda de dos niños de un matón que parece, pero no es por la Barcelona de principios de los setenta.

La crítica oficiosa le ha achacado normalmente que es una novela demasiado larga e imperfecta. Que se pasa de rosca. Una vez, en un chat promocional, uno le dijo a Casavella que el Watusi se le había hecho corta. Él le contestó ‘¡Como se nota que no la ha escrito usted, amigo!’. Una novela de más de mil páginas siempre será larga e imperfecta. Lo que abarca es tan enorme que es imposible contentar a todos. Como en ‘2666’, cada lector tendrá sus partes mayores y menores. Incluso en el caso del Watusi, la identificación con una de las tres partes tiene un fuerte componente de identidad lectora, y, por ende, literaria. Esto no significa que solo pueda leerse por separado, al contrario. Casavella escribe una novela, sin ninguna duda. Pero dentro de esta novela, hay varios caminos que funcionan con vida propia y que tienen su propio lenguaje. Por el contrario, en la complejidad narrativa que supone una novela de tal calibre está lo mejor de un escritor del nivel de Casavella.

Hay una escena en la que Fernando llega a casa a las seis de la mañana y obvia una notable sucesión de bares en favor ‘de la dichosa tensión narrativa’. La tensión entre lo que a uno le apetece escribir y lo que uno tiene que escribir. Es una novela de este nivel lo que deja espacio para cosas que al autor le pide el cuerpo pero que no pasarían el corte en una novela de trescientas páginas. Aun así, uno de los puntos débiles del Watusi (y en general de Casavella) es cierta tendencia al estupendísimo. ‘Los dejes románticos y preciosistas de una prosa capaz siempre de grandes alardes, pero con tendencia creciente a resultar resabiada y sentenciosa’, Echevarría dixit.  Hay novelistas que tienen alma de poetas y hay otros con alma de ensayistas. Así se entiende ciertos paréntesis que se quedan en florituras verbales. Pero como dijo Pamies en su reseña de ‘Los juegos feroces’, en determinadas circunstancias, un punteo de guitarra vacilón puede sacarte de un apuro. Pero solo uno, y de vez en cuando.

Hay dos textos laterales de Casavella que son básicos para entender el Watusi. Uno es la reseña de ‘El legado de Humboldt’, de Saul Bellow (1). Hay mucho de Charlie Citrine en Fernando Atienza, aunque a priori parezcan dos personajes muy lejanos. Ambos oscilan entre la ingenuidad y la inteligencia extrema, tienden a complicarse la vida y a rodearse de personajes extravagantes que les intentan manipular con más o menos éxito. También el sarcasmo y la ironía de Bellow tiene amplio reconocimiento en los libros de Casavella. Otro texto fundamental es el prólogo a ‘Abbadon el exterminador’ de Ernesto Sabato. Aquí, la novela y los personajes tienen poco o nada que ver con Casavella y el Watusi. Lo importante es la forma en que Sabato pone en juego la psicopatología, en concreto la paranoia.

Toda la parte mítica del Watusi tiende a entenderse como folclore, como quien saca la peluca rubia para la fiesta de disfraces. Por el contrario, al lector realista, le carga tanto rollo con las W y la cancioncita. Como dice Piglia, ‘hasta los paranoicos tienen enemigos’, o en versión popular, que sea un paranoico no significa que no me persigan. Leída desde la clave de la paranoia (y Casavella deja pistas más que evidentes en esa dirección), el Watusi cobra una dimensión completamente nueva. Una dimensión que enlaza con las novelas de Sabato, un maestro de la transformación de lo psicopatológico (en este caso, lo ficcional de la propia ficción) y abre el camino de la salvación del propio protagonista que como todo buen paranoico se ve perdido a si mismo enfrente de un mal enorme al que nunca podrá derrotar.

Pero donde el Watusi coge altura es si se la lee como una novela con doble protagonista. Fernando Atienza, el sujeto, y Barcelona, el objeto. Ambos son parte de una misma experiencia y una misma historia. Ambos crecen en cierto modo en un periodo que significa las décadas de mayor cambio urbano en la ciudad que el protagonista habita. El ir y venir de este y otros protagonistas por la historia contemporánea de la ciudad ofrece una lectura bastante más autobiográfica que los paralelismos que se puedan encontrar entre autor y personaje aquí y allá. Al hablar de ciudad, no hay debate. Lo ficcional y lo biográfico no existen, porque los sujetos pasan, pero el escenario permanece. Lo que sí es variable son las lecturas que admite ese escenario, y ahí hay también un amplio espacio para la literatura. Pero hay que agarrar ese espacio a una novela de nivel, que tenga entidad propia, si no aquello se convierte en otro de los muchos pastiches pseudohsitoricos que inundan las librerias de los aeropuertos. Sirva como muestra esta brillante descripción de la generación de los primeros ochenta:

‘…en los años siguientes, muchos se hicieron yonquis o maricas por idéntico motivo que sus abuelos ingresaron en la masonería, para hacer señas y apartes. Eran los primeros vástagos de separaciones matrimoniales en masa, testigos de una segunda vida del padre o de la madre, o del hundimiento de uno de ellos o de ambos, tan alocados y sin vigilancia como sus hijos. Luego estaba el vértigo provinciano. Todos los chicos y chicas de la zona alta eran en su mayoría una cosa, lechuguinos; fingían ser otra, príncipes y princesas de un vago país de sexo, drogas y rocanrol, y el resultado era en apariencia una tercera, erguirse en los modernos del pueblo, señoritos que esperan su herencia mientras la empeñan con pasatiempos intrincados y banales’

La otra baza ganadora en el Watusi son los personajes secundarios. De la inmensa galería de secundarios que pasean por el Watusi, hay algunos realmente memorables. De la conexión entre Casavella y la novela picaresca ya habló él mismo en su momento. Su reflejo aparece en un tipo de personaje recurrente al largo de la novela, el cantamañanas. Es el Sancho a la inversa. Acompaña al protagonista, pero se pone a sí mismo como líder, cuando nadie se lo ha pedido, y además con motivos visiblemente fantasiosos o directamente manipuladores. En ‘Los juegos feroces’, el cantamañanas es Pepito el yeyé. En ‘El idioma imposible’ es Toni Tortosa, personaje menor, pero uno de los más brillantes de todo el libro, y en ‘Viento y joyas’, es Guillermo Ballesta, personaje clave y en cuya relación con Fernando se articula el eje de toda la novela: ‘Aquella noche tuve un hermano’.

Hay Watusisi y Watusis. Hay el Watusi de cómic, el que buscan Fernando y Pepito, y Watusis de carne y hueso. Ballesta es de estos últimos. De los primeros se puede huir. De este, no.

1: La reseña de ‘El legado de Homboldt’ está recogida en ‘Elevación, elegancia y entusiasmo’, la compilación de artículos de Casavella editada en Galaxia Guttenberg, El prologo a ‘Abbadon el exterminador’ está en la edicion de la novela de Sabato en la Biblioteca El Mundo.

Francisco Casavella, ‘El día del Watusi’, Barcelona, 2008, Destino

Viento y joyas

Pregúntate lo que yo me preguntaba cuando era joven, lo que hay que preguntarse siempre. “Si existo para ellos, ¿quién soy?”.

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La historia fue más o menos así: había una vez un país peninsular donde gobernó cuarenta años un dictador porque era el jefe de los que habían ganado una guerra civil por la gracia de Dios. El dictador murió en la cama y de viejo. Puso de heredero a un joven rey muy campechano. El rey y los que mandaban querían cambiar las cosas, pero no mucho. Más bien casi nada, modernizar, pero sin soltar las riendas. Pero los cambios son complicados. Sabemos cómo empiezan, pero no como acaban. Hacía falta la mezcla justa de audacia y tacto. Nombró presidente a un joven de Ávila por el que nadie daba un duro. El abulense, contra todo pronóstico, lo hizo bastante bien. Gustaba al público. El acuerdo era que gestionaba los cambios y se apartaba a recoger los premios y dejar gobernar a los que realmente estaban detrás esperando su turno. Pero empezó a pensar. ¿Y si…? ¿Por qué no…? ¡Todo el mundo se lo pedía! Resumiendo, que se presentó a las elecciones del nuevo sistema que él mismo había reformado. Pero para eso necesitaba un partido. Y aquí es donde empieza la película.

En las ciudades de la península las fuerzas vivas locales se pusieron manos a la obra. Si quería un partido, tendría un partido. Ya se encargarían ellos de ser los diputados. En una de esas ciudades que llamaremos, para despistar, Barcelona, se reunieron unos empresarios y crearon el Partido Liberal Ciudadano. No, perdón, era Concordia Catalana. Al frente pusieron a un empresario franquista que se había hecho millonario construyendo barrios dormitorio en las afueras y ahora tiene un museo con su nombre. ¿O era un banquero paralítico? Bueno, da igual. Llamaron a los amigos, juntaron esfuerzo y chequeras. Convocaron a los medios y a los contactos. Crearon una imagen, decidieron los colores corporativos. Estaba todo listo para ser los elegidos. Pero no coló. El presidente le encargó la faena a otro, un conocido monárquico, que hizo SU lista y SUS contactos. En dos meses, de abril a junio del 77, se organizó la federación catalana del partido del presidente, que como era previsible, arrasó en las elecciones. En Barcelona no ganó, pero sacó un resultado muy digno. Cinco diputados, nueve en toda Cataluña. Entre ellos un abogado ex alcalde franquista de l’Hospitalet, un diplomático que acabaría de presidente del Tribunal Constitucional, un filósofo orientalista que dimitió enseguida porque ni se imaginaba salir elegido, el presidente de la Unión Romaní Española ( y primer diputado gitano de España), un abogado del Opus que murió de infarto a los cuatro meses y un ex alto cargo franquista, originariamente periodista catalanista moderado que había colaborado con el espionaje franquista en el sur de Francia y que lucía en las fotos un bigote gaviota.

Veinte años después, Casavella lo cogió todo, le dio unas vueltas y metió a Fernando Atienza para escribir la segunda parte de ‘El día del Watusi’, a la que tituló ‘Viento y joyas’. El nombre viene de una canción de Leo Ferre, ‘Avec le temps’, que habla de los días de vino y rosas que ya no volverán y que le canta Guillermo Ballesta, el Sr. Lobo de la historia, a su chofer-criado, nuestro Fernando. Aquí tiene ya diecinueve años, ha dejado las chabolas y empieza a recorrer la Barcelona de finales de los setenta en coche, cochazo. Probará el lujo, las mujeres y los vicios caros. Le prometerán mucho y cumplirán nada. Pero por el camino, pasara de ser un tonto a uno que se hace el tonto. Y esto acabara salvándolo.

La referencia novelesca es ‘Los siete locos’ de Roberto Arlt. La madre de todas las novelas conspiranoicas, donde a Erdosain, el protagonista,  le mienten, manipulan y engañan todos y constantemente. Además, todos los personajes de la novela de Arlt, como aquí, están convencidos que son ellos los únicos listos y que los engañados son los demás. Claro que sí.

La novela funciona como un tiro y posiblemente en ella estén las mejores páginas del Watusi. Fernando Atienza no es ni el niño ingenuo de la primera parte ni el adulto desengañado de la tercera. Está aprendiendo. Y a caballo de esto, las partes en que Casavella acostumbraba a ponerse estupendo con profundas reflexiones que no venían demasiado a cuento quedan reducidas a lo correcto. Como decía Pàmies en su reseña, a veces un solo de guitarra puede salvarte de una situación comprometida. Pero sólo a veces, y sólo uno.

Decía Casavella en las entrevistas que lo complicado de escribir sobre ese tema, la política de la Transición, es que la realidad fue más increíble que la ficción.  Que escribía y pensaba ‘me estoy pasando, esto no se lo va a creer nadie’. Pues créetelo, chaval, que diría Pepito el Yeyé.

‘Viento y joyas’ la publicó originalmente Mondadori en 2002, como la segunda parte de la trilogía ‘El día del Watusi’. En 2009 hubo una reedición de Destino en un solo libro, corregida por Casavella. El año pasado Anagrama reeditó también esa última versión.

El día del Watusi (2013)

Una vez le preguntaron a una nodriza de qué iba Romeo y Julieta y ella contestó: ‘de una nodriza’ (p 1133)

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Un día, leo una noticia. Habla de un antiguo izquierdista antifranquista, el más radical de todos, y el más seductor, un piquito de oro, que acabó en las veladas del Liceu y haciendo negocios con el hijísimo. Le acusan de evasión a paraísos fiscales. Otro día, casi cada día, observo las filas de turistas que recorren, a pie o en autobús descapotable, las calles de una montaña barcelonesa llena de parques y museos. Alguna vez imagino a dos niños, un gitano con una ortopedia y otro alto y desgarbado, cruzando la avenida Miramar a toda velocidad, perdiéndose hacia el Poble Sec. En estos días, en aquellos y en los que vendrán, me acuerdo de ‘El día del Watusi’.

‘El día del Watusi’ es la gran novela de Casavella. Originalmente se publicaron los tres libros, ‘Los juegos feroces’ , ‘Viento y joyas’ y ‘El idioma imposible’, entre el 2002 y el 2003. Se reedito en 2009, como un único volumen, e incorporando las correcciones que el autor había hecho en los años posteriores a su publicación. Casavella murió en 2008, cuando estaba escribiendo la continuación de las aventuras de Fernando Atienza. La reedición confiere una unidad totémica al conjunto de las tres novelas originales. ‘El día del Watusi’ hay que leerlo entero, como un solo libro. Solo así se entiende la magnitud del proyecto de Casavella.

La primera parte, ‘Los juegos feroces’, es una novela de aventuras. Transcurre en un solo día, el 15 de Agosto de 1971, el día del Watusi. Dos niños, Fernando y el Ye-ye (Tom Sawyer y Huckleberry Finn) corriendo por la ciudad, intentando descubrir un asesinato, persiguiendo un fantasma. La segunda, ‘Viento y joyas’, es una novela picaresca y también una novela de iniciación. Fernando Atienza se convierte en una mezcla de don Pablos y Lucien Chardon para describir la trayectoria que va entre la patada hacia arriba y el dejar caer sin red en los tres años iniciales de la transición, entre 1974 y 1977. La tercera, ‘Los idiomas imposibles’ es la más larga y la más diversa. Es una novela generacional, de la gente que vivió la década de los ochenta. El titulo es un juego de palabras que esta presente a lo largo de toda la obra. El idioma posible seria el real, el que utiliza la gente para entenderse cotidianamente. Pero este idioma se sustenta sobre una farsa, se utilizan palabras que no significan lo que son, aunque disimulemos que sí. El idioma imposible, el que busca el protagonista a lo largo de toda la novela, es el inverso. El que significa realmente sin necesidad de mostrarse de forma natural. Solo hay unas ciertas vías de acceso, una de ellas seria la música.

Por encima de todo esto, hay tres temas más. El Watusi es una novela de lo que Kiko Amat llama literatura de las aceras. No por casualidad se inicia en uno de los últimos restos de chabolismo, de barrios clandestinos en la Barcelona franquista, y con la sombra de un personaje, el Watusi, que recuerda al Mac The Knife brechtiano. ‘Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar…’ . También es una historia de Barcelona. Eduardo Mendoza hizo algo similar con ‘La cuidad de los prodigios’ y Javier Calvo lo esta haciendo con otra trilogía, ‘Corona de flores’, ‘El jardín colgante’ y una tercera aun por publicar. La de Casavella es más subterránea si cabe y mucho más desencantada, más ácida con el retrato de una ciudad que en veinte años, los que van de la dictadura a las olimpiadas, tapó sus muertos y sus miserias, que fueron muchas, bajo el peso de la modernez (rima con memez) de la ‘marca Barcelona’. Es la historia de una gran farsa. Es la historia de un fracaso, el de su protagonista, Fernando Atienza, pero sobretodo es la historia de una gran mentira. En cada uno de los libros, en cada momento, hay una parte oculta. Hay un algo central que aparenta, pero que sabemos que no es, y que en el caso del protagonista, acaba conduciendo a la paranoia, tema que obsesionaba a Casavella. Como el genial personaje de Ballesta, siempre hay un lado oscuro que se escapa de la jugada. Que queda mas allá. Por eso, entre muchas otras razones, siempre vale la pena volver a ‘El día del Watusi’. Al menos, cada tres años.

 Obra maestra.

Francisco Casavella, ‘El día del Watusi’ , Barcelona, 2009, Destino

El día de Watusi (2010)

«La tarea consiste en demostrar que este mundo puede ser doloroso, hasta infernal, pero no es serio» (El día del Watusi, página 36)

 

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Solo los buenos mueren jóvenes. La ristra de topicazos oídos y repetidos en Bolaño sirven igualmente para Casavella. Que si estaba en su mejor momento, que si su obra magna aun estaba por llegar… En ambos casos se trata de escritores excepcionales dentro del panorama narrativo castellano y que, independientemente del martirologio, la relectura de sus obras les pone muy por encima de la mayoría de sus (vivos) contemporáneos.

‘El día del Watusi’ es la obra referencial de Casavella. Se publicó en tres partes entre el 2002 y el 2003 (‘Los juegos feroces’, ‘Viento y joyas’ y ‘El idioma imposible’) y se ha reeditado en un único volumen, añadiendo los retoques (anecdóticos) que el autor apuntó en los años siguientes sobre el manuscrito original. Decisión lógica y que otorga coherencia a la obra, aunque parece que, como en el caso de ‘2666’, el autor tenga que estar muerto para que la editorial se atreva a algo así.

La novela es la autobiografía del protagonista, Fernando Atienza, reescrita por encargo de un desconocido, que repasa dos décadas de vida barcelonesa, del 1971 a 1995, del tardo franquismo a la resaca postolímpica, en medio de turbios manejos y recuerdos que escuecen. Un niño testigo involuntario de un asesinato irá cargando con el peso de este y otros fantasmas por una ciudad que olvida los suyos para modernizarse. Una novela negra de las de toda la vida, de base, un trasfondo  de novela histórica, y un poso existencial – biográfico amargo, tragicómico, de borracheras, bailes y amigos muertos.

La novela se mueve alrededor de tres ejes. Primero, por la comentada novela negra. El narrador y protagonista es un  peón dentro de un enmarañado juego de poder. Siempre movido o huyendo de las manos de alguien desconocido, sabe parte de la verdad, sabe que le engañan en otra parte, y sabe que hay algo, lo definitivo, que siempre quedará fuera de su alcance. A remolque de ello, como segundo eje, la novela no deja de ser los ascensos y caídas del héroe romántico, versión local, más cercano a Marsé que a Stendhal. Por lo sórdido de los escenarios y sus personajes, todos un ‘alguien’ venido a menos, entronca mejor con la novela picaresca castellana que con la romántica europea.

El tercer eje es el aura mistificadora del antiprotagonista, el Watusi. Como en las novelas de Philip K Dick, el lector se pasará toda la novela preguntándose quien demonios es el tal Watusi, y si va a aparecer o no de una maldita vez. El Watusi, ya se lo adelanto ahora, es la parte mas mítica, y por tanto más romántica, de la novela. Es el hombre que siempre baila, el que tiene el ritmo. Esta en todas partes  y en ninguna a la vez.

‘El día del Watusi’ es una novela total. Uno no imagina que podría faltarle, pero si que creo que no le sobra nada. Tiene merito, tratándose de casi mil doscientas paginas. Tanto que no pierde tensión en ningún momento, y sigue sabiendo igual de bien en la relectura. Como los clásicos.