El camino de la oruga

Desde aquí he visto escenas cargadas de ternura que han despertado mi envidia. Otras veces la miseria humana es tan grande que he tenido que apartarme de ella con dolor. Por eso, suele ser difícil encontrar un punto intermedio donde situar nuestra vida, esas señales, con el vano consuelo que siempre puede ir a peor

Cuando veo hombres, veo hombres desgraciados. La cita de Bernhard que abre el libro predispone al habitual tono nihilista del maestro austríaco, pero puede llamar a engaño entre los que fijen el acento en el ‘desgraciado’ antes que en el hombre. No creo que Bernhard se considerase tanto pesimista como realista respecto a la condición humana y a todo lo que en su obra quedaba retratado. La enfermedad, la corrupción o la mutilación tan presente en sus novelas no era más que el reflejo físico, una metáfora sencilla, de la podredumbre moral que detectaba a su alrededor. Como decía Fassbinder, hablando de la política alemana de su tiempo, ‘miro a la derecha, miro a la izquierda, y veo la misma porquería’.

Javier Mije es del sur, del español, no del alemán. Pero sus personajes podrían circular por alguna de las novelas de Bernhard o de las películas de Fassbinder. También por la América profunda, desclasada y gélida, de Raymond Carver. ‘El camino de la oruga’ fue su primer libro, una colección de cuentos editada por Acantilado en 2003.  A este le siguió otra compilación de relatos, ‘El fabuloso mundo de nada’, de 2010 y una novela, ‘La larga noche’, en 2014. Su obra más reciente es ‘Curso elemental de misantropía’, publicada por La uña rota en 2022.

‘El camino de la oruga’ es una colección de relatos notable, muy interesante. ‘Toda la vida’, ‘El color del mar’, ‘Palabras raras’ o ‘derrumbamiento’ son excelentes piezas narrativas del vacío, de las ausencias físicas o metafóricas que se repiten alrededor de una serie de protagonistas cojos, incompletos. Como esos personajes de los cuentos de Carver en los que la vida se les desmorona mientras ellos intentan seguir como si nada, cada vez más desprendidos de sí mismos, aislados de un mundo que se les vuelve (o revela) como extraño e inasumible.

La frialdad carveriana se encuentra también en el estilo narrativo, necesariamente lacónico, concreto, pero cargado de simbolismo, en el que Mije ambienta y recrea sus historias. Coherente, cohesionado, bien armado. Un estilo que a ratos nos lleva a Kafka (obvio) y al mejor Monzó, el más original y el menos alejado de su propio cliché. En todos ellos hay esa visión torcida de la realidad, una constatación aparentemente simplista de lo cotidiano pero que visto desde el espejo lector devuelve escenas deformadas, monstruosas. En todas ellas, también, resulta la incomprensión de unos personajes poco o nada preparados para unas situaciones que les superan, no por increíbles sino por demasiado normales; la soledad, consecuencia de los múltiples vacíos del libro, es aquello de lo que no van a poder huir. Y con ello, la incomunicación. El otro gran item de los cuentos de Carver, la incapacidad de sus personajes de entablar un dialogo que conduzca a algo. Aquí no hay el recurso a la bebida; no es necesario. 

‘El color del mar’, que cierra el libro, es una novela de yonquis de 15 páginas, más lirica y menos realista que los cuentos anteriores, que podría ser un cuento de Casavella. Ahí aparece el camino de la oruga, la imagen de aquellos que necesitan engancharse a la fila de delante para emigrar a un nuevo árbol, donde vivir y agotar. Un buen cierre para un libro notable, diferente y con cimientos de buen narrador.

Javier Mije, El camino de la oruga, Barcelona, 2003, Acantilado